lunes, 23 de enero de 2012

Caudillo XXX


Morgana atendía la caldera sobre el fuego, removiendo con una cuchara de palo, mientras el aroma se esparcía a su alrededor. Era un guiso de ciervo y castañas, delicioso y el preferido de Mordred. No se giró cuando escuchó a alguien abrir el portón, normalmente la visitaban muchos enfermos, por eso se limitó a pedir que tomase asiento. Pero el visitante no se movió.
Sorbió un poco del caldo y paladeó el rico sabor. Estaba a punto de ofrecer un cuenco al recién llegado cuando se giró y le vio.
Artus la miraba con los ojos vidriosos, erguido e imponente, cubierto por un manto propio de un caudillo como él, las cicatrices en el rostro le hacían parecer más mayor y un corte le afeaba la nariz. Los anchos hombros y los fuertes brazos demostraban que no se había reblandecido con el tiempo.
Ella sólo pudo abrir la boca, dejando caer la cuchara al suelo, abriendo los ojos de par en par, jadeando angustiada y temerosa ante esa visión como de fantasmas.
- Morgana.- por fin dijo él, cuando ella dejó escapar un gemido. Se abalanzó sobre ella, cayendo de rodillas, llorando como un niño, aferrándose a su cintura y enterrando el rostro húmedo en su vientre. Mientras ella le miraba estupefacta, ya nublados los ojos, con los brazos caídos a ambos lados de su cuerpo, sintiendo el cálido tacto, las lagrimas impregnándose en su vestido. Quiso acariciarle y mesar su pelo oscuro, como hizo en el pasado. Quería dejarse caer también y llorar a gritos. Pero el dolor que él la había causado se lo impedía.
- Perdóname, Morgana, perdóname, te lo suplico.- sollozaba él oprimiéndola con su abrazo.
- No puedo.- por fin dijo ella, quebrada su voz.- Levántate.
- ¡No! ¡no hasta que me digas que me perdonas!
- No puedo.- dijo en un hilo de voz.- levántate, por favor, eres un caudillo y nadie debe verte así.
Al fin Artus se levantó con gran esfuerzo, sin soltar el vestido de la mujer, como si temiese que se fuese a escapar. La miró y se secó el rostro con la manga de su camisola. Morgana deseaba tanto tocarle, recordar cómo era su tacto, cómo era el roce de su barba, pero se contuvo jadeando compungida.
Él llevó sus dedos a los labios que tantas veces había saboreado, sujetó entre sus manos los cabellos rojizos y sostuvo el rostro pecoso antes de besarla con fuerza, haciéndola daño, en un gesto furioso más que pasional.

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